martes, 14 de septiembre de 2010

Ensayo sobre la ceguera (José Saramago)


Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un mo-vimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.
Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera nadando en aquello que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría la boca a punto de lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano del otro le tocó suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio, el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas, nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero a ninguna se le ocurrió preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no se les ocurrió y tampoco él podía responderles, Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche. Ya en casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las molestias, ahora me puedo arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso vive, En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy, Nada, hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón, mañana por ti. Se detuvo el ascensor y salieron al descansillo, Quiere que le ayude a abrir la puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo solo. Sacó del bolsillo unas llaves, las tanteó, una por una, pasando la mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta debe de ser, y, palpando la cerradura con la punta de los dedos de la mano izquierda intentó abrir la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la tercera tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó hacia dentro, Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido aún. Con los brazos hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se volvió cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que pensaba que estaría el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he limitado a hacer lo que era mi deber, se justificó el buen samaritano, no tiene que agradecerme nada, y añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le haga compañía hasta que llegue su mujer. Tanto celo le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente, no iba a meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar tramando en aquel mismo momento cómo iba a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a él, un pobre ciego indefenso, para luego arramblar con todo lo que encontrara de valor. No es necesario, dijo, no se moleste, ya me las arreglaré, y mientras hablaba, iba cerrando la puerta lentamente, No es necesario, no es necesario.
Suspiró aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo. Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así doblemente invisibles.
Al moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre. El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora percibía, no obstante, la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un sueño engañador, un sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más tarde, sin saber, en aquel momento, qué realidad le estaría aguardando. Después, si tal palabra tiene algún sentido aplicada a una quiebra que sólo duró unos instantes, y ya en el estado de media vigilia que va preparando el despertar, pensó seriamente que no está bien mantenerse en una indecisión semejante, me despierto, no me despierto, me despierto, no me despierto, siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con estas flores sobre las piernas y los ojos cerrados, que parece que tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí, durmiendo, con esas flores sobre las piernas, le preguntaba la mujer.

lunes, 23 de agosto de 2010

Autobiografía (Florencia Bolan)

Instrucciones-ejemplo sobre las formas de tener miedo (Julio Cortázar)


En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

miércoles, 16 de junio de 2010

Más sobre Persépolis


Persépolis es la historia autobiográfica de la iraní Marjane Satrapi, la historia de cómo creció en un regimen fundamentalista islámico que la acabaría llevando a abandonar su país. El cómic empieza a partir del año 1979, cuando Marjane tiene diez años y desde su perspectiva infantil es testigo de un cambio social y político que pone fin a más de cincuenta años de reinado del sha de Persia en Irán y da paso a una república islámica.
Además de diferenciarse de los demás niños por haber sido educada al estilo occidental dentro de una familia de clase alta y por unos padres de ideología progresista y partidarios del islamismo moderado, "Marji" (como la conoceremos al principio de la historia) también tiene una considerable inquietud intelectual para una niña de su edad y notable imaginación que la lleva a mantener conversaciones con Dios -al que encuentra un curioso parecido con Karl Marx- o soñar con llegar a ser algún día la última profeta que siga los pasos de Jesús y Mahoma. La historia de unos antepasados ilustres (su bisabuelo fue el último rey de la dinastía persa de los Qadjar), una familia que se opone activamente al gobierno del Sha, las manifestaciones, la diferencia de clases sociales o la marginación de la niña son algunas de las piezas del puzzle que Marji se esfuerza por componer con la intención de comprender el mundo que la rodea. Al tiempo que va creciendo, Marjane se da cuenta de que el nuevo régimen islámico por el que lucharon sus padres ha caído en manos de los integristas y que no trae consigo nada bueno.
En este punto acaba la historia del primero de los cuatro álbumes que componen Persépolis. El segundo ocupa el periodo de 1980 a 1984 y tiene como trasfondo la guerra entre Irán e Irak a mitad de los ochenta y el inicio de su adolescencia, donde conoceremos, por ejemplo, de su afición a grupos musicales prohibidos por el regimen islámico, y algunos de los problemas en que se mete ya de bien jovencita por su carácter rebelde. El tercer álbum se centra en las múltiples penurias y peripecias vitales que vivirá la autora en Austria entre 1984 y 1989, donde es enviada a vivir por sus padres para protegerla tanto de los bombardeos como de los problemas legales en los que podría acabar de continuar con su conducta, que no siempre se adecuaba a las costumbres propugnadas desde el gobierno islámico. El cuarto y último presentará su regreso a Irán, una época en que realiza sus estudios de bellas artes en Teherán, y tras vivir en Europa varios años nos explica como tiene que volver a acostumbrarse nuevo a las condiciones de vida bajo el régimen chiita de los ayatolá.

Persépolis (Marjane Satrapi)

viernes, 14 de mayo de 2010

La suerte (Candela Incutti)


Año nuevo, fiesta, reunión familiar y todo lo que eso implica, pero sin embargo no seria de eso de lo que les quiero contar, si no de algo que no hable nunca con nadie.

Bueno volviendo a este 31 de diciembre, sentados todos en la mesa, recordando añejas anécdotas de los tiempos de antes, y mientras la década del setenta y los viejos recuerdos bailaban sobre la mesa se hicieron las 12, abrimos el champagne servimos las copas y a brindar por un nuevo año, antes de seguir quiero contarles que yo no creía en el destino ni tampoco en eso de romper una copa para obtener suerte, soy mas del lado de la ciencia.
Mi madre, curiosa persona, tiene un estilo hippie y es muy creyente del destino y de la suerte. Me sugirió que pidiera 3 deseos, que quiera para aquel 2006, me había parecido una idea absurda, escribir 3 deseos que anhelara con el alma, dentro de una botella de champagne de segunda, en fin para darle el gusto , metí una servilleta en blanco dentro de la botella le puse el corcho y la guarde en la alacena.
Pasado mucho tiempo, el 26 de septiembre del 2006, mi madre enferma, mi padre pierde el trabajo y yo estaba a punto de repetir de año.

Una persona normal hubiera dicho que era un mal año, pero a mí no me solían pasar cosas muy normales, así que fui a hablar con mi madre al hospital. A lo largo de la conversación ella toco el tema de año nuevo, me pregunto que había puesto en ese papel, por curiosidad, supongo, la cuestión es que no sabia que responder y dije:
Nada importante
¿Como nada importante? – Exclamo con enojo – Pero Camilo, no se puede pedir un deseo si uno no lo ansia fuertemente. ¿Entiendes hijo? Bueno como sea, la rompiste luego de pedir los deseos?
No mamá, nunca me dijiste que había que hacerlo.
Si camilo, ya veo porque no se te cumplieron los deseos, eso a mi nunca me fallaba.
Resignado frente a lo que la vida me deparara me fui del hospital hasta mi casa. Al llegar mientras estudiaba, o intentaba de estudiar me acorde de que había guardado la botella en la alacena, y la fui a buscar, la abrí y todavía estaba el papel ahí. Quería probar, no se a ver si, quizás si escribía los deseos ahora y rompía la botella se cumplían. Agarre el papel una vieja birome y escribí:
Deseo que mi padre recupere su trabajo.
Deseo rendir bien mi última materia y pasar de año.
Deseo que mi madre se recupere.
Metí la servilleta adentro, tape la botella y la di contra la mesada, se partió miles de pedazos. Yo no sentía nada diferente para mi seguía todo igual. Así que deje los pedazos ahí y me fui a estudiar, porque si la suerte no me ayudaba debía ser yo quien lo hiciera por si mismo.
Al otro día como a las 3 de la mañana, llaman del hospital, mi madre se había recuperado del infarto, ya podía respirar mejor e iba a estar unos días en observación, por el mediodía, mi padre consiguió trabajo como profesor de música en una escuela de la ciudad y por ultimo después de 3 días fui a rendir matemática, con 0 expectativa de logro pero fui igual, por la tarde me avisan que pase de año con una materia previa.
No se si fue la suerte, la ciencia, si fui yo, o que fue, pero entendí que si lo deseas con mucha fuerza pueda cumplirse, sólo si realmente lo deseas.

Carta del televidente (Carolina Menéndez)


Querida familia:



Les escribo porque me siento muy solo en mi nuevo país.Cada vez que me siento a comer me doy cuenta de lo solo que estoy ;ayer comiendo mi sopa Iowa City , frente a mi tv apagada se reflejaba mi propio comercial.
Y ahora que estoy apartado,me dí cuenta de que los quiero muchísimo y los necesito.
Nos veremos muy pronto...
Oscar.

Televidente (Oscar Hahn)


Aquí estoy otra vez de vuelta

en mi cuarto de Iowa City
tomo a sorbos mi plato de sopa Campbell

frente al televisor apagado
la pantalla refleja la imagen

de la cuchara entrando en mi boca.
Y soy el aviso comercial de mí mismo

que anuncia nada

a nadie.

lunes, 3 de mayo de 2010

Cibernauta (Daniela Longhi)


Pasan las horas, días, semanas

él sigue en su computadora.

Su comunicación con el exterior es ella,

para él es como su todo.

Pero al mismo tiempo,

lo comunica y lo aísla de los demás.

Con el tiempo pensarán

que ellos son

uno solo

miércoles, 28 de abril de 2010

manos que ven (Aldana Sosa)


La mano de la mujer apoyada sobre la piedra

veía aquel pequeño árbol
donde estaba un pájaro con sus
pichones recién nacidos


El viento soplaba fuerte
Las nubes pasaban rápidamente
y el cielo empezaba a oscurecer.

martes, 30 de marzo de 2010

Las dos Fridas (Brenda Gaete)


Obra de arte: Las Dos Fridas.
Esta pieza fue realizada en 1939, el año en que ella se divorcia de Diego, se cree que Las Dos Fridas es la expresión de los sentimientos de la artista en el momento. Este doble autorretrato fue el primer trabajo en gran escala realizada por Frida.
En la Frida de la izquierda:
· El cuerpo desgarrado de la Frida rechazada muestra un corazón roto y herido. Ella permanece estoicamente sentada, sangrando sin su sapo príncipe, Diego.
· Frida una vez le dijo a Diego: "Mi sangre es un milagro que, desde mis venas cruza el aire de mi corazón al tuyo". En un intento por cortar todo vínculo emocional con Diego, la Frida de la izquierda sostiene firmes estas pinzas quirúrgicas deteniendo el flujo sanguíneo.
· Las gotas de sangre que chorrean el vestido blanco es posiblemente un recuerdo de sus abortos, pérdidas y tantas cirugías a las que fue sometida. También pueden representar el dolor sentido por la pérdida de Diego.
· Esta es la Frida que no ama más a Diego, vestida al estilo europeo, nos indica su doble origen.
Las venas unidas:
Así como también las manos entrelazadas de las dos Fridas, nos sugieren a la niñita imaginaria de su infancia representada como ella misma.
En la Frida de la derecha:
· A pesar de estar representando, en un pecho abierto, el corazón se muestra completo en la Frida enamorada.
· En su regazo tiene un retrato en miniatura de Diego.Desde el marco avalado surge una vena roja que simboliza el cordón umbilical, que sugiere no sólo que Diego es su amor sino también, su pequeño.
· Vestida en traje tradicional mexicano, falda y blusa tehuana, esta es la Frida que todavía ama a Diego.

El árbol de la esperanza de Frida Kahlo (Daniela Longhi)

El árbol de la esperanza, Mantente firme:

Esta obra fue pintada en el año 1946, fue pintada para su patrón Ingeniero Eduardo Morillo Safa.

Esta pintura esta dividida en dos partes. En una parte hay una mujer sentada en un lugar oscuro como si fuera de noche, con un suelo seco y rasgado, la mujer demuestra estar sufriendo al igual que el paisaje. En la otra parte de la pintura, hay una mujer como si estuviera muerta en un paisaje con un sol y mejor aspecto del clima.

Me parece que Frida quiere decir que para ella es mejor estar muerta, que estar viva y sufriendo el dolor.

Las dos Fridas (Thomas Mené)


El cuadro de las dos Fridas no es ni realista ni abstracto.

Este cuadro es surrealista ya que muestra a Frida colonial y a Frida indígena que las une la sangre, es un cuadro interesante ya que habla de las raíces indígenas y españolas que nos unen pero tienen mas significados.

Esta pieza fue realizada en 1939, el año en que ella se divorcia de Diego, se cree que Las dos Fridas es la expresión de los sentimientos de la artista en el momento. Este doble autorretrato fue el primer trabajo en gran escala realizado por Frida.

Venadito de Frida Kahlo (Lucía Bustamante)




Yo veo en la pintura que ella se siente un animal maltratado,lastimado.
Las flechas representan el dolor que ella sintió a lo largo de su vida,por la enfermedad y el accidente....
Veo que está como en una especie de "laberinto",sin salida, la única salida es el mar.
Para mí tiene mucho verde la pintura porque tiene la esperanza de encontrar "la salida".
Las flechas las tiene clavadas en la columna vertebral y en su corazón, está lastimada físicamente e interiormente.
En la pintura ella tiene 2 pares de orejas; (las de ella y las del animal) , creo que es por que esta muy atenta a lo que pasa a su alrededor.

Frida Kahlo (John Berger)


El texto de John Berger sobre Frida Kahlo leído en clase se puede releer aquí

lunes, 22 de marzo de 2010

El diluvio universal –versión de la tribu kawésquar (Tierra del Fuego) Ana Clara Bonaparte




Un día, mientras un joven descansaba bajo un árbol, pensó que si hacía una buena comida su novia estaría contenta. Después de dormir treinta minutos más ¡Porque después de un buen almuerzo una siestita no se le niega a nadie!, se levantó, se desperezó con un enorme bostezo y salió a caminar a ver si encontraba algo para comer.

Al rato de caminar y no encontrar nada pensó: “¡¿Puede ser que no haya nada?! Por lo menos que aparezca una nutria” y siguió buscando.

Dicho y hecho, el joven, después de muchos machucones (porque era, por decirlo de alguna manera, un poco torpe para caminar) se encontró con una peluda nutria al borde de un lago. Después de mucha persecución y, entre chillidos y gritos, el chico logró cazar al pobre animal que, al fin y al cabo ¡no tenía la culpa de que él quisiera cocinar carne!

No hace falta decir cómo terminó la nutria ¡a la parrilla y con papas!.

A la mañana siguiente, cuando el joven despertó, se fue hasta el lago para darse un baño porque por más que le hiciera mil comidas a su novia, ésta le seguía reprochando que se bañara más seguido ¡porque su olor era insoportable! Cuando se metió al lago (entre chuchos de frío) sí que se llevó flor de susto al ver un espíritu en el agua.

- ¡Insensible! ¡Te comiste a Marta! –dijo éste.-

- ¿A Marta? ¡¿Quién es Marta?!

- Marta, mi nutria, la que te comiste a la parrilla.

(¡Y con papas! Pensó el muchacho mientras buscaba una respuesta)

  • ¡Perdón! ¡No sabía que Marta era tu mascota!
  • No me importa, ahora vas a pagar lo que hiciste (y dicho esto desapareció).

Cuando el joven volvió preocupado a su casa, le contó a su novia lo que había pa

sado y se fueron a dormir pensando en lo sucedido.

Por la mañana, se asomaron por la ventana y notaron que el agua del mar subía cada vez más.

- ¡Vamos a morir ahogados por esa nutria piojosa! (dijo la chica)

- ¡Shh! ¡Se llamaba Marta!! No hagas enojar más al espíritu de las aguas…

- Como sea, tenemos que refugiarnos en las alturas, corramos hacia los cerros más altos.

- Bueno, vamos pero no te agites ¡porque ya estás grandecita como para que te lleve a upa! Además siempre te quejas de que te despeino!

Y así corrieron hasta subir al cerro más alto.

Esperaron y esperaron y, cuando ya estaban molestos entre los quejidos de uno y del otro, el agua bajó. Que bajó, bajó, sí, pero con ella se llevó a todos los humanos. La pareja bajó del cerro y al darse cuenta de la catástrofe tuvieron que hacerse una nueva choza (¡Que sí que le costó trabajo al pobre chico!) y fueron los encargados de repoblar la tierra.

El diluvio (Maximiliano Veltri)


Dios estaba aburrido en su departamento haciendo zapping. Como pasaban siempre la misma programación y repetían las películas quería buscar otro entretenimiento. Decidió crear seres humanos inferiores a él.

Sacó la basura que guardaba debajo de su cama y con un poco de pegamento hizo una esfera marrón, que la llamo La Tierra. Más tarde creo personitas, a las cuales les dijo que se quedaran en La Tierra, no ensuciaran y que no desordenasen su escritorio. Luego Dios se fue a trabajar.

Unas horas mas tarde regresó y se sorprendió. Vio los papeles de su escritorio desordenados y pequeños envases de cerveza desparramados en todo el suelo de la sala. En consecuencia Dios decidió eliminar su propia creación.

Puso a La Tierra en una bañera y dijo: “Los he rodeado de océanos, el agua de la bañera subirá. El que sobreviva será el mas bueno de ustedes”.

Pasaron las horas y se ahogaron. Solo quedo una personita que exclamó: “¡Dios!, soy Noé. Te olvidaste de ponerme en La Tierra”.

lunes, 15 de marzo de 2010

El arca de Noé (Graciela Cabal)




Pueden encontrar este relato

aquí

La pata de mono (W.W. Jacobs)


I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.



II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento... -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.



III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.




jueves, 11 de marzo de 2010

Bienvenidos a 2do 3era / Programa


Asignatura: Lengua y Literatura
Curso: 2do 3era TM
Profesora: Marisa Negri
Unidad I: Mito y epopeya
El mito. Concepto. Mitos cosmogónicos. Las narraciones. El narrador. Marco temporal y espacial. Acciones principales y secuencias narrativas. El camino del héroe. Texto. Coherencia y cohesión. Variedades de lengua.
Canto XII de la Odisea (Homero)
Los advertidos (Alejo Carpentier) intertextualidades con los mitos del diluvio de diferentes culturas.
El arca de Noé (versión de Graciela Cabal)
Lanzarote del Lago (Chrétien de Troyes)
La historia interminable (Michael Ende)
Unidad II: El rock, el tango y el folklore
Discurso poético. Poesía. Canción. Prosa poética. Recursos. Ritmo. La repetición poética. Paralelismos. Metáfora. Sinestesia. Campo semántico. Texto y paratexto. Editorial. Entrevista. Sintaxis: Carta. Correo de lectores. Léxico. Sinonimia y Antonimia. La connotación: Los poetas en sus voces. Formación de palabras. Lo etimológico.
Perfume de carnaval (Peteco Carabajal)
Fuimos (Homero Manzi)
A estos hombres tristes (Luis Alberto Spinetta)
Par mil (Divididos)
Raúl González Tuñón musicalizado por el Cuarteto Cedrón (entrevista y poemas)
Audición de poemas en la voz de sus autores: Olga Orozco, Pablo de Rokha , Juan Gelman, Oliverio Girondo, Beatriz Vallejos, Juan Carlos Bustriazo Ortiz.




Unidad III: Lo biográfico
La escritura biográfica y autobiográfica. Características del género. La descripción. El retrato. Procedimientos. La investigación monográfica. Búsqueda y selección de información. Jerarquización de contenidos. La cita bibliográfica. Organización de la información. Pronombre personales. El adverbio.
Diario de Ana Frank
El biógrafo del bagre (Javier Cófreces y Alberto Muñoz)
Horacio Quiroga (Pedro Orgambide) (frag.)
Secretos de familia (Graciela Cabal)
Apuntes para una autobiografía (Olga Orozco)

Unidad IV: Luz, cámara, acción
Guiones.Historietas. Fotonovelas. Guión de televisión y guión de cine. Texto teatral. Acotaciones. Teatralización de un cuento. Libros y películas. La intertextualidad. Actos de habla. Actos directos e indirectos. El texto teatral: normativa. Raya de diálogo, paréntesis y dos puntos.
Matrix (Hermanos Wachowski)
El mito de la caverna (Platón)
Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll)
El eternauta (Héctor Oesterheld)
Me alquilo para soñar (Gabriel García Márquez)
Rolando Rivas taxista (Alberto Migré)

Unidad V: Viajeros
Los relatos de viajes. Las crónicas. Mundos posibles. Características de la ciencia ficción, del relato de aventuras y del relato fantástico. La descripción de paisajes. Imágenes sensoriales. Describir desde distintas perspectivas. Texto argumentativo. El ensayo. Estrategias argumentativas.
Crónicas marcianas (Ray Bradbury)
Gulliver (Jonathan Swift)
La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne)
La vuelta al día en 80 mundos (Julio Cortázar)
Unidad VI: Revistas literarias
Producción de una revista. Recolección, lectura y análisis de entrevistas. Planificar y producir textos. Discurso informativo y discurso publicitario. Estrategias de comunicación y persuasión. Conectores. El diseño.
Explorar revistas de hoy y de ayer: Crisis, Claudia, Diario de Poesía, Nómada, etc.
Producción de una revista escolar
Bibliografía de consulta (en biblioteca):

LENGUA Y LITERATURA 2 de Ed. Kapeluz
LENGUA EN RED 9 de AZ
LENGUA 9 de Santillana
LENGUA 9 de Aique